"Hubo un tiempo en el que ella se sintió morir; no fue soledad, ese sentimiento la superaba con creces; no fue frío interior, era la certeza de no volver a recuperar el calor; no fue ansiedad, era la seguridad de nunca más hallar tranquilidad; no fue desesperación, era la conciencia plena y absoluta de haberlo perdido todo y para siempre.
En ese tiempo sus amigos se volcaron en ella, los que decidieron no deajarla sola, no abandonarla en su noche constante, no dejarla caer más abajo en su abismo sin fondo. Iban a su casa, al principio ella se negaba a verles, a escuchar sus consejos que únicamente le hacían ver la mediocridad de la vida, el gran absurdo de intentar consolar a alguien con frases que si fueran dichas en cualquier otro momento sonarían a tópico vanal incluso para los que las pronunciaban, y que en ese tiempo sólo parecían ser absurdas, vacías y sin sentido para aquella mujer que no quería levantarse de la cama nunca más.
Más tarde ella se levantó, no sabe ni aún hoy decir por qué, que la impulsó a destparse, mirarse al espejo y sentir una enorme necesidad de quitarse ese pijama, de darse una ducha, de peinarse y hasta de hablar con alguien, de volver a oír su voz.
Ellos estaban allí, su familia, con miradas desgarradas, con años encima caídos en tan sólo algunas semanas, con el dolor marcado a fuego por haber visto su sufrimiento y ser plenamente conscientes de no poder hacer nada, sentirse impotentes ante la persona a la que tanto amaban y que hasta ahora había renunciado a vivir.
Después todo fue poco a poco, como un niño dando sus primeros pasos, deseando ver el mundo, pero a la vez aterrorizado ante lo que puede descubrir. Un día se asomó a la ventana, al día siguiente se vistió con ropa de calle, y al tercer día salió hasta el final del paseo de su casa... Más tarde hasta la panadería, un poquito más allá... y así, lentamente dejó atrás esa cama, pero no el dolor, no la soledad, no el frío en los huesos y en el alma.
Sus amigos empezaron a llamarla para salir, pero ella no era capaz, el miedo atenazaba su alma, el dolor le impedía respirar... Una tarde decidió luchar contra ellos, empezar a superarlos, y se animó a bajar a tomar un café. Su cafetería, Osiris, hasta el nombe era tan suyo...
Esa cafetería a la que tantas veces había ido con él, esa mesa del rincón junto a la ventana desde la que tantas veces miraron la calle mientras tomaban un café con las manos enlazadas... Y allí esa tarde no estaba él, tampoco ella, no estaban los dos. Esa primera tarde no se fijó en el chico del jersey gris, ni la segunda, ni la tercera tarde tampoco.Ella iba allí a charlar con algún amigo, acababa siempre llorando, fumando un cigarro y llorando desconsoladamente.
El chico sí se fijó en ella, en su dolor. Se reconoció en sus hombros caídos, agotados de llevar esa carga; notó su mirada perdida, esquiva, pero intuyó la fuerza que una vez hubo en esos ojos; observó que ella siempre acariciaba un dedo de su mano, en un gesto de eterna busca de un anillo que ya no estaba allí, como supo desde el primer instante que a ella también le habían fallado, le habían arrebatado su mundo, su vida, de igual modo que le sucedió a él unos meses antes.
Ella no reparó en él, en realidad incluso hoy es incapaz de decir cuándo su mente le dijo que ese chico estaba allí siempre, con su mochila, su café con leche en vaso, su paquete de cigarros, su carpeta, sus folios y su bolígrafo, escribiendo, siempre escribiendo...
Emepzaron por mirarse a los ojos, fugazmente, tan sólo unos segundos... Ella se vió reflejada en esa mirada, en ese dolor; sintió que caía en ese vacío que se abría tras esas pupilas, supo que él también era un alma quebrada, un espíritu herido, una ilusión arrancada.
Una tarde cruzaron un saludo, un simple hola. Algún otro día un par de frases, “¿qué tal?, ¿estás por aquí?... El tiempo pasaba, pero no para ellos, los dos seguían luchando contra sus monstruos, contra ellos mismos, contra todo... Ella volvió al trabajo, volvío incluso a maquillarse de vez en cuando, y él vió el pequeño cambio y supo que para ella todo empezaba, que había vencido, que a pesar de quedarle mucho, mucho tiempo por delante, años tal vez, ella saldría de aquel bar, saldría de aquella situación y querría vivir de nuevo y viviría de nuevo. Él siguió escribiendo, cada tarde, en su mesa del rincón.
A ella le ofrecieron un trabajo en el extranjero, y huyó, dejó atrás su vida, a su gente, a su familia, esa cafetería y a sí misma, pero no pudo dejar atrás sus monstruos... fueron con ella, cada noche a solas en esa cama nueva, en esa ciudad nueva, pero con la misma soledad de siempre, con el mismo dolor intenso, y con la misma falta de aire que iba con ella siempre durante el último año...
Dejó de ver al chico del bar, no reparó en ello, del mismo modo que no había sido consciente de haberle visto casi a diario durante los últimos meses. Sin embargo él sí notó su ausencia, el hueco que ella dejaba en esa mesa, dejó de oler su perfume, de ver sus gafas oscuras escondiendo su mirada, no pudo seguir estudiando sus gestos, su forma de moverse, pero siguió escribiendo, cada día, en su mesa del rincón...
Ella volvió de vacaciones y una tarde bajó de nuevo a la cafetería. Le buscó y no le encontró en su mesa, ni a él, ni su jersey gris, ni su mochila, su café, ni sus folios ni su bolígrafo... Al subir a casa comentó en la cena que no le había visto, “¿recordáis al escritor de Osiris? Hoy no estaba allí.”
Fue su hermana la que le habló de él. Le dijo que les había preguntado por ella una tarde, que se acercó a la mesa y les preguntó por esa chica que siempre iba con ellas a tomar café. Así le conocieron, les dijo su nombre y les contó su historia.
A él también le habían fallado, le habían dejado sin ilusión, se habían llevado su futuro muy lejos, pero él no conseguía superarlo. Les contó cómo su pareja le cambió por alguien mucho más joven, diferente, demasiado diferente... Les dijo que con su pareja se fue todo lo mejor de él, cómo ahora ni él mismo se reconocía en ese chico de jersey gris, de tabaco y café, de tardes escribiendo a solas en un bar lleno de gente.
Y ella al oír su historia no pudo evitar llorar al sentir su dolor, al saber perfectamente cómo el frío se había instalado en él y lo difícil que era combatirlo.
Se encontraron una tarde más... Y esta vez ella le preguntó si podía compartir su mesa, si quería compañía durante unos minutos. Él la miró, inseguro, sin decir palabra, pero tapó su bolígrafo, recogió sus folios y le ofreció un cigarro. Así se conocieron, se contaron sus experiencias, compartieron su dolor... Ella vió en él que hay gente más frágil y tomar consciencia de ello le hizo sentirse más fuerte, le dió el empujón que necesitaba para luchar, para volver a ser ella misma.
Se sintió en deuda con él, se vieron muchas veces más, muchos cafés compartidos, cigarros, confidencias, tardes grises de lluvia... Ella volvía a marcharse pero antes quiso hacerle un regalo, un libro que alguien le había regalado a ella hacía un tiempo y que le hizo ver las cosas de modo diferente, menos duro, tal vez.
Le dedicó el libro, “El caballero de la brillante armadura”. Y cuando se lo dió vió la ilusión en sus ojos, vió un brillo de esperanza allí, al fondo, casi escondido por completo. Y con eso supo que había hecho lo que debía hacer.
Tiempo después ella volvió a casa, y también a su cafetería. Se volvieron a ver, ella estaba mucho mejor, él la vió guapa, mucho más segura, empezaba a brillar esa fuerza en su mirada que desde el primer momento en que al vió supo que estaba allí. Sin embargo él seguía como siempre, con su jersey gris, su paquete de tabaco, su cafe con leche en vaso, su mochila, sus folios y su bolígrafo, y escribiendo, siempre escribiendo...
Ella sabe que él no se recuperará, lo sabe y le duele, le duele como una herida propia, como una herida que empieza a cicatrizar pero que siempre dejará su marca... Continúan charlando, compartiendo cafés, confidencias, pero ella sigue su camino, con caídas, con esfuerzo, con equivocaciones ante algunos cruces... mientras él sigue allí, en su mesa del rincón, el chico del bar.... "
(Djed)